martes, 20 de junio de 2017

Saroo Brierley



De niño se perdió en las calles de Calcuta, fue adoptado por una familia australiana y 25 años después consiguió encontrar a su madre biológica

La de Saroo podría ser una historia más de las muchas que les suceden a los niños pobres; anónimas, des­garradoras, casuales. Pero The Weinstein Company decidió llevarla al cine con el titulo de Lion, protagonizada por Dev Patel ( Slumdog millionaire), Rooney Mara ( Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres) y Nicole Kidman, y que se basa en el libro que el propio Saroo escribió, Un largo camino a casa (Península).

Hoy los espectadores de todo el mundo podemos asomarnos al dolor que causa la pobreza, emocionarnos con la inocencia de un niño y suspirar aliviados con un final feliz mientras comemos palomitas. Las seis nominaciones a los Oscars han convertido una historia mucho más corriente de lo que imaginamos en singular.

Saroo nació en Khandwa, Madhya Pradesh (India) en 1981 en el seno de una familia muy pobre. Su padre les abandonó por otra mujer y su madre, Kamla, intentó sacar adelante a sus cuatro hijos trabajando de sol a sol, seis días a la semana, como obrera de la construcción. Pero su sueldo no daba para comer a diario, así que sus hijos intentaban sumar rupias al presupuesto familiar. Guddu, el mayor, con diez años, solía trabajar barriendo los vagones de tren.

Uno de eso días, cuando Saroo tenía cinco años, partieron a la estación de Burhanpur. Mientras Guddu barría vagones, Saroo le esperaba en un banco del andén. “Me dormí y al despertarme decidí buscar a Guddu. En el andén había un tren estacionado, entré, me senté, y de nuevo me dormí. Todavía siento ese escalofrío de pánico de verme atrapado. No paraba de correr ni de gritar el nombre de mi hermano, suplicándole que volviera a buscarme”.

Catorce horas después llegó a Calcuta, a 1.500 kilómetros de casa. Saroo no sabía leer, ni siquiera conocía el nombre de su ciudad. Sobrevivió buscando comida en las calles y durmiendo en los alrededores de la estación. “Sobreviví comiendo sobras que encontraba en el suelo, como cacahuetes o mazorcas en las que quedaba algún bocado, y por suerte había muchos grifos para beber. No era una vida muy distinta a la que ya conocía, y pese al miedo y la tristeza me las apañaba para salir adelante; supongo que mi organismo estaba acostumbrado”. Pero tenía miedo: “Al abrirme paso por la orilla del río Hugli me topé, horrorizado, con dos cadáveres tirados entre montones de basura; uno estaba degollado y al otro le habían rebanado las orejas”.

Kamla buscó a sus hijos sin éxito, tras unas semanas la policía le dijo que habían encontrado el cuerpo de Guddu partido en dos en las vías del tren, en la estación de Burhanpur.

Tras muchas peripecias, el niño perdido acabó en un orfanato y fue adoptado por una familia australiana, Sue y John Brierley, de Tasmania que adoptaron también a otro chico hindú, Mantosh. Creció feliz, pero nunca olvidó a su familia biológica, quería encontrarla, su única pista eran los recuerdos de su niñez. Desconocían el nombre de su ciudad, y su único instrumento era Google Earth: “Cuando en el año 2007 llegué a la residencia de estudiantes de Canberra, descubrí que había muchos estudiantes internacionales, y la mayoría eran indios”.

Con la ayuda de aquellos nuevos amigos que conocían bien la India, la de su novia Lisa y sus padres adoptivos consiguió localizar la estación en la que se perdió con la única pista de que empezaba por B. Calculando la velocidad de los trenes y las 14 horas que había viajado fue cerrando el círculo hasta reconocer el paisaje de su infancia: “Tras cinco años navegando con Google Earth, encontré Ganesh Talai, la zona donde yo vivía de niño”.

A los 30 años Saroo viajó a su ciudad natal, había olvidado su lengua, pero con la ayuda de los habitantes, unas viejas fotos que conservaba y mucha suerte logró localizar a su familia: “Mi madre nunca dejó de rezar por mi regreso, visitó a muchos sacerdotes y guías espirituales de la comunidad en busca de ayuda y orientación. Todos ellos le aseguraban que yo estaba sano y salvo y era feliz, y lo más asombroso es que cuando les preguntaba dónde estaba, señalaban con el dedo hacia el sur. Empecé a comprender que la fe de mi madre en mi supervivencia había marcado tanto su vida como mi determinación de encontrarla a ella había marcado la mía”.

Y aunque muchas no la tengan, esta historia sí tiene final feliz: “Mi depresión y todas mis preocupaciones se esfumaron cuando vi a mis dos madres que me habían dado no solo una vida, sino dos, abrazarse con lágrimas en los ojos”.







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